viernes, 7 de noviembre de 2014

SECUESTRO EN EL STAR MÉDICA DE SAN LUIS POTOSÍ



Aquella mañana amaneció rojo, no porque el sol se hubiera ruborizado, sino porque al ir a orinar me salió un chorro de sangre en la que se obervaban algunos tropezones, es decir, coágulos.
No es que el asunto se presentara así, de improviso, sino que ya en los días precedentes había notado el fluido un tanto cargado, pero al no sentir dolor lo achaqué al consumo de chile (aquí le ponen picante hasta a los caramelos), al estrés de los viajes realizados en los días anteriores, el disgusto por el fallecimiento de mi madre, etc. ¡Menudo mes y medio llevaba! Lo que está claro es que aquel color rojo, casi coñac, me preocupó. No en vano conocía algunos precedentes genéticos familiares en los que un síntoma así había desembocado en un tumor de vejiga. Así que llamé a la compañía de seguros de asistencia en viaje, con la que había suscrito una póliza antes de salir de España, y enseguida obtuve respuesta:
- Tiene que personarse, provisto de una identificación oficial, en la clínica Star Médica. Allí ya están esperando su llegada. ¿Sabe donde es?
- No, no lo sé, pero lo pregunto.
Me sorprendió la rapidez. Entre mi llamada y la del seguro tan sólo habían transcurrido quince minutos.
Como quien va a ir a una fiesta, me duché, me engalané con mi mejor vestimenta de poeta y partí rumbo al hospital indicado, cuya ubicación conocía perfectamente mi acompañante, la Dulce Potosina. Después iría al mercado a hacer el mandado, que es como se le conoce aquí a realizar la compra semanal, pues la diferencia de precios con efectuarla en un centro comercial es abismal. Sólo por poner un ejemplo, en un kilo de patatas hay más o menos 15 pesos, es decir, casi un euro.
La clínica privada a la que me derivaron parecía un hotel de cinco estrellas. No le faltaba de nada, unas instalaciones completamente modernas dignas de cualquier Hacienda o Parador Nacional de lujo.
Lo que me empezó a mosquear un poco fue la estatura del personal sanitario. Todo el personal era muy jovencito y muy bajito. Por un momento me sentí rodeado por una banda de pitufos. La médico que me atendió en primera consulta no desmerecía del resto del personal, pero lo que más me preocupó es que no sabía lo que era un betabloqueante, un medicamente para la presión arterial que yo estaba tomando. Gracias a Dios, se limitó a rellenar simplemente la ficha, ordenó los oportunos análisis y luego me remitió a un urólogo.
Cuando llegó el urólogo ordenó mi ingreso en planta, con el fin de poder realizarme las pruebas oportunas: Una ecografía, un TAC y no descartaba una cistoscopia, en función de cómo resultaran las pruebas anteriores.
Fue ahí donde comenzó mi calvario. Enganchado a la vía del suero, tendido en la camilla de urgencias, para el ingreso se requería las garantías de la compañía de seguros y estas tenían que llegar de España a México y de la central de México a la clínica. El mercantilismo puro y duro en la medicina, el que quieren implantar ahora en España con la privatización de la sanidad. Una locura.
Así transcurrió todo el día, sin ingerir ni un solo alimento, hasta que al anochecer llegaron las garantías y me trasladaron de urgencias a planta, donde me prepararon para todas las pruebas. ¡Jesús, Dios mío, donde me había metido! Las enfermeras eran muy jovencitas y carentes de la más mínima experiencia, denotaban una inseguridad total en lo que hacían, aunque el trato era sumamente agradable. Para mí que se habían matriculado el día anterior en la Escuela de Enfermería y ya las habían puesto a hacer prácticas. Me miraban y remiraban las manos y los brazos tratando de encontrar una vena y hacían con la cabeza gestos de desaprobación, como diciendo, aquí no se encuentra nada. Antes de sentir el pinchazo, por los gestos, ya sabía que no lo iban a conseguir. Tras varios picotazos la última aprendiza que lo había intentado, y fueron varias, renunció al objetivo y llamó a la supervisora, que en tan sólo unos segundos resolvió la situación.
El urólogo y los medicos de radiología no dieron una. Tras la ecografía y el TAC descartaron categóricamente que pudiera ser un tumor en la vejiga, tal y como les sugerí que podía ser, y achacaron todo el problema de sangrado a unas piedras en el riñón que deben ser milenarias o preshistóricas o deben estar ahí desde tiempos remotos y a un quiste líquido, por lo tanto benigno, que aparecía en las pruebas. Tan categóricos fueron que me lo creí.
A la mañana siguiente me visitó de nuevo, en planta, el urólogo, hablándome sobre la conveniencia de operarme de las piedras inmediatamente. Lo vi excesivamente interesado, mercantilismo puro y duro, por lo cual me negué. El diagnóstico de la causa del sangrado no era claro y solamente estaba apoyado en suposiciones. Ante mi negativa, trató de acojonarme. Se confundió, no sé si adrede, y le aplicó las medidas del quiste a la piedra, que era el doble, diciéndome que con esa medida no podría efectuarse una litriasis, es decir, una eliminación mediante una máquina no invasiva de ondas sonoras. Mi negativa siguió siendo rotunda por lo que procedió a darme el alta sin haberme solucionado el problema. Yo seguía con la sangre y los coágulos.
A partir de ese momento, visto que ya no le iban a sacar más dinero al seguro, el vacío a mi alrededor fue total. Nadie me atendía y así pasé todo el día hasta que la compañía de seguros procedió al pago de las pruebas efectuadas y el gasto generado y al anochecer me liberaron de la vía de suero y pude marcharme. Las vías se utilizan como grilletes para mantenerte encadenado. 
Ni que decir que la Dulce Potosina y yo dejamos el mandado para mejor ocasión. La única compra que efectuamos fue un neceser con todos los aperos de limpieza e higiene personal que nos vendieron en el Hospital.
Como el problema continuaba, la Dulce Potosina solicitó a unos amigos de la Facultad de Medicina de la Universidad de San Luis que nos recomendaran a un urólogo bueno y a él recurrimos de forma privada. No cabe duda de que era bueno, pues sin ni siquiera ver las pruebas acertó de pleno en el diagnóstico. Lo intuyó. Dijo que no creía que un sangrado de esa importancia pudiera deberse a las piedras, descartó el quiste como causa y redujo a dos las posibles: la próstata o un tumor en la vejiga. Para eliminar la primera me prescribió un tratamiento. Si en dos días había mejoría, esa sería la causa, si no había esa mejoría entonces no quedaría más remedio que valorar la otra causa y realizar una cistoscopia.
Lo cierto es que no hubo esa mejoría, así que tramité todo con la compañía de seguros para efectuar la cistoscopia. Y desde luego no quería que se efectuara en el mismo Hospital en el que había estado. ¡Una y no más, como Santo Tomás!, dice el refrán. Lo organicé todo para que fuera en el Hospital La Loma de San Luis, pero éste no tenía convenio con la compañía y no aceptó las garantías.¨
La prueba estaba programada con el urólogo para las ocho de la tarde, pero a las siete aún no sabía donde se iba a efectuar. De la compañía de seguros me ofrecieron cuatro hospitales, pero en el único que era posible ese día era en el Star Médica. El médico se marchaba de viaje al día siguiente y yo no quería demorar por más tiempo el asunto, así que acepté.
La compañía se volcó y tramitó todo en un tiempo récord. De nuevo ingresé en el Star Médica. De nuevo compré un neceser. Y de nuevo pasé por el suplicio de las apredizas jugando a encontrarme las venas a golpe de pinchazo. Esta vez tardaron todavía más tiempo y efectuaron más intentos que en la anterior ocasión, hasta que finalmente llegó la supervisora y lo solucionó en un periquete. A los ocho y media entré en el quirófano. Dos urólogos cirujanos y un anestesista, todos con la mejor cualificación profesional y calidad humana que he conocido, me operaron. Previamente habían analizado el resultado del TAC y habían descubierto lo que los anteriores no habían visto en las imágenes, así que fueron a tiro seguro. La operación terminó y estuve un rato en la antesala del quirófano.
Allí comenzó de nuevo mi calvario. Apenas regresé del sopor de la anestesia me encontré tendido en una camilla muy estrecha, la típica de quirófano, con varias bolsas de glicina colgadas del portasueros, con cuyo líquido me estaban haciendo un lavado de vejiga. Estaba a cargo de una enfermera que, aunque parecía saber más o tener más práctica que las anteriores que me habían atendido, se notaba que le preocupaba más escribir el informe de la operación que ocuparse de mí. Fue así como llegó un momento en que la bolsa de la sonda se llenó y el reflujo intentó buscar salida generándome un sangrado, de lo cual, todavía entre los vapores de la anestesia, le advertí. Tras lo cual vació la bolsa, me cambió el camisón y la sábana. Fue una sensación terrible.
El episodio se repetiría después, en planta. Una de las auxiliares que me vació la bolsa, incluso la dejó mal colocada, casi estrangulada, de tal manera que la vejiga se fue llenando generándome algunos cólicos. Llamé al timbre y vino otra auxiliar quien dijo que avisaba al médico, pero este no aparecía. Volví a llamar cuando no lo soporté más y creí que la vejiga me iba a reventar. Entonces acudió la supervisora quien se dio cuenta que el canal de salida estaba estrangulado por una mala manipulación y lo solucionó. Solté casi un litro y medio de golpe y el dolor que empezaba a sentir en los riñones se alivió.
Luego, más de lo mismo, el alta ayer miércoles por la mañana y el abandono del hospital al anochecer cuando la compañía de seguros pagó. Afuera escuchaba de vez en cuando las risas de las auxiliares, probablemente comentando mis apuros con la sonda. Eso sí, ninguna se perdió el espectáculo de verme el pito cuando hicieron alguna revisión. Incluso vino público extra, "las chicas de la cruz roja", como en la famosa película, que andaban por allí de prácticas y que no perdían ripio. Eso sí, todo el mundo miraba pero a nadie se le ocurrió limpiar con un poco de alcohol o desinfectante la fiera dolorida y que cada vez más iba acumulando algunos pequeños grumos de sangre.
¡Dios nos pille confesados, porque esta experiencia me ha mostrado hacia donde nos conduce la privatización de la sanidad! No es un problema de México o España, en todos los sitios hay buenos y malos profesionales, sino del modelo de gestión sanitaria privado que nos quieren imponer cuando la sanidad debería ser en todos los lugares del mundo un servicio público gratuito y universal! 
Tal vez la palabra secuestro sea muy dura, pero yo me sentí así, secuestrado, atado a los grilletes de la vía de suero, hasta que la compañía de seguros pagó los gastos. Menos mal que al final todo resultó bien, sin complicaciones. Mi agradecimiento a los médicos que participaron en la operación, unos verdaderos profesionales de la más alta cualificación y, especialmente, a la Dulce Potosina y a su madre, siempre pendientes hasta del más mínimo detalle que pudiera necesitar.

Noviembre 2014©Fernando Luis Pérez Poza 
San Luis Potosi. México.

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