Por
José Sergio González Rodríguez.
Hay
cosas de mi pasado, de las que me arrepentiré siempre. De todas formas reconozco
que, para bien o para mal, algunas de ellas, quizás fuesen claves en mi
evolución, ya sea como escritor o como ser humano en general.
No
guardo un grato recuerdo de mi infancia. Durante un periodo muy grande de la
misma, me sentí una persona sola y desdichada. Vivir con una discapacidad no es
fácil, pero en mi caso, crecer con ella en los 80 y 90, fue, según los
recuerdos que guardo a día de hoy, un suplicio. “Yo no podía correr, en clase
siempre iba retrasado, necesitaba mucha ayuda y los colegios, y porque no, las
sociedades de entonces, no estaban preparadas para dar a las personas con
discapacidad, una calidad de vida plena. Los recreos en el colegio, los pasaba
solo, con mi merienda en la mano, mientras veía como jugaban los demás niños. Como
yo no podía jugar al Fútbol (ni de portero), como no era capaz de lanzar las
canicas, ni de escapar cuando jugaban al “Tú Quedas”, pues solamente podía
verlos jugar a ellos. Todo ello, me ponía muy triste y me llegó a crear una verdadera
fobia al colegio.
En
mis paseos “carcelarios”, mientras me tomaba el bocadillo o la fruta, me pasaba,
los 30 minutos de recreo caminando de un lado para otro del patio. Mientras lo
hacía, día tras día, mi imaginación empezó a echar a volar.
Soñaba
despierto. Me imaginaba a mí mismo
haciendo todas aquellas cosas que me eran vetadas. Como un insumiso o rebelde
social. Durante ese tiempo, en muchas
ocasiones, me pasaba el descanso soñado con los dibujos animados y con las
películas que veía, como única vía de escape a mi soledad. En otras ocasiones,
me imaginaba a mí mismo, como protagonista de esas aventuras como una puerta
por la que evadirme. Con el lento pasar del tiempo, comencé a imaginarme mis
propias aventuras, vidas alternativas en los que mis limitaciones se esfumaban
por arte de magia y yo podía hacer todo lo que me propusiese. Esa costumbre de
soñar despierto, ya nunca me abandonó. Con el paso del tiempo, pasé de
imaginarme ser un superhéroe a ser uno de los artistas que le daban vida. Me imaginaba
mis propias aventuras una y otra vez mientras veía como el tiempo de recreo
llegaba a su fin.
Hoy.
Cuarenta años después, sigo teniendo resquicios de aquellos tiempos. Me gusta
pasear solo. Me gusta soñar… y lo hago constantemente. Igualmente, no puedo evitar
sentir un profundo odio hacia los sanitarios que atendieron a mi madre y no
supieron ver lo que ocurría con el vástago que llevaba en su vientre. Sigo odiando
a los profesores que no quisieron facilitar mi paso por el colegio, que no me
apoyaron como era de esperar, relegándome, como a otros en mi situación a una
infancia de tercera división.
Y por
ello, también cada vez que escribo lo hago con la intención de entrar en un
mundo a mi medida. Creando mundos paralelos, donde la discapacidad no afee el
paisaje. Y de esta manera me meto en otras pieles, en realidades alternativas
que plasmo sobre el papel. Escribir es plasmar sobre el papel, cada una de las
fantasías que forman parte de mi espectro. Escribir es abrir mi yo interior y
mostrarlo a través de personaje e historias, que si bien, son pura invención
sirven como piezas esenciales para terminar de dar forma el puzles que es mi
vida.
En la
ficción puedes hacer y ser cuanto deseas, hacer y deshacer a tu antojo sin
temor a dañar a los demás. Y eso, me gusta. Mientras escribo, al mismo tiempo
que voy creando, descubro túneles por los que temporalmente puedo escapar de
esas rejas en las que me encerró la Parálisis Cerebral, una discapacidad, que
pese a llevar 47 años conmigo, sigo sin ser capaz de aceptar.
Lo
más triste de todo esto, es que cuando uno se acostumbra a vivir en una
burbuja, en el momento en el que le brindan la oportunidad de salir a la realidad,
se siente incómodo en ella. De alguna manera no te apetece abrir tu vida a una
vida que te menospreció por mucho que hayan cambiado las cosas con el paso del
tiempo y en la actualidad te quieran vender un abanico lleno de oportunidades.
El pasado
sigue ahí, y pesa.
A mí
me llevó muchos esfuerzo crear esta casa ideal, esa creación idealista a la que
hace tiempo entregué mi destino y a la que no estoy dispuesto a renunciar.
Puede
que la mentalidad social cambiase mucho, pero mi alma no ha terminado de
cicatrizar y el dolor de la infancia, sigue siendo un hándicap que pesa a la
hora de tomar las decisiones que dan forma a mi vida y, para bien o para mal,
eso es algo que no va a cambiar.
Del
mismo modo, no me encuentro dispuesto a abandonar el sueño de ser un artista,
pues ese pensamiento es un halo de esperanza que me hace levantarme cada
mañana, un sueño por el que merece la pena seguir viviendo. Un sueño que viene
rodeado de esfuerzo y frustraciones constantes, pero que vida no las tiene.
Pasear
solo, imaginar, dañó mi mente. Me hizo mal… pero también fue el útero del que
mana toda mi obra.
Que
puedo decir.
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